
Mi compañero de piso
Durante una época algo difusa, trabaje como barman en una ciudad alemana. Una de esas ciudades donde el invierno te cala hasta los huesos, la noche nunca termina del todo y uno de trabajos que parecen temporales pero se alargan como chicle. Pues así. Y como todo buen camarero fuera de casa, compartía piso.
Y ahí es donde entra Nico. O bueno, “Nico”, porque jamás te diré su nombre real. No porque no quiera, sino porque… bueno, digamos que es mejor así. Nico tenía una visión del mundo empresarial que no encontrabas en ningún MBA. Para él, las oportunidades no se escondían en oficinas con moqueta ni en correos con PowerPoint. Se escondían en cualquier sitio.
—“Las verdaderas oportunidades aparecen cuando los demás están demasiado despistados como para verlas” —me soltaba, con esa convicción que sólo tienen los que realmente creen en su locura.
Antes de continuar, déjame dejar algo claro: las drogas no son un juego. Lo digo en serio. No porque lo haya leído en un panfleto del ayuntamiento, sino porque he visto lo que hacen. He tenido colegas que se quedaron atrapados en el bucle, que pensaban que la vida era una fiesta interminable… hasta que la música paró y se dieron cuenta de que estaban bailando solos en una habitación vacía. Esto no es una apología. Es una historia. Y como toda buena historia, a veces puede tener un punto absurdo.
A Nico le gustaba salir por las mañanas. Siempre me decía lo mismo, con esa lógica suya tan enrevesada como convincente: “Las noches son para dormir. Lo bueno empieza cuando los demás se rinden.” Tenía esa excentricidad: le fascinaban los afters… pero no como todo el mundo. Él iba cuando el sol ya despuntaba, cuando los cuerpos se aflojaban y el alma flotaba suelta. Durante un par de meses logró arrastrarme con él. Siempre invitaba. Siempre. Lo hacía ver como si me estuviera haciendo un favor, como si fuera una especie de exploración antropológica compartida. Y lo curioso es que, pese a pasar tanto tiempo con él, nunca supe del todo a qué se dedicaba. Trabajaba desde casa, pegado a su portátil, y yo asumía que era informático o quizás algún tipo de inversor freelance. Si le preguntabas directamente, respondía con una sonrisa ambigua: “Trabajo para una multinacional”. Nunca decía más. Y por algún motivo, nadie le pedía que aclarara nada.
Algo que siempre me llamó la atención de Nico era que rara vez repetía club. Le gustaba moverse, cambiar de escenario, como si cada sitio tuviera una fecha de caducidad que solo él podía percibir. Decía que el encanto de los afters estaba en lo impredecible, en no saber qué encontrarías tras la puerta siguiente. Pero un día, sin decir nada, empezó a repetir. El mismo lugar. Dos, tres, cuatro veces. Al principio pensé que era casualidad, una cuestión de comodidad o cercanía. Pero luego entendí que no. Había algo ahí. Algo que él había detectado y que lo mantenía regresando como si aquel espacio se hubiera convertido en su nuevo tablero de juego.
Fue justo entonces cuando todo empezó a cambiar. La dinámica, el tono, incluso su forma de caminar al entrar. Porque a ese club, no solo volvió. Lo eligió. Lo convirtió en escenario recurrente, casi en una oficina sin horarios donde se activaba su versión más enigmática. Ahí es donde empezaron las noches que aún recuerdo con la piel. Las que merecen contarse. Las que, a falta de una palabra mejor, marcaron un antes y un después.
Ya llevábamos varios días repitiendo la misma rutina: despertar a horas absurdas, tomar café como si eso le quitara lo surrealista al asunto, y salir a caminar por una ciudad que parecía otra a esas horas. En lugar de perseguir el descanso, nosotros perseguíamos afters. Así, sin mucho más sentido que el que Nico le daba con sus teorías extravagantes sobre el mercado y el caos. Se había vuelto casi un hábito: él proponía, yo dudaba… y al final terminábamos cruzando alguna puerta de acero detrás de la cual la fiesta seguía como si la noche se negara a morir. No era emocionante ya, no al menos en el sentido clásico. Era una mezcla entre ritual y experimento social, como si estuviéramos documentando una fauna nocturna en su hábitat más vulnerable.
No voy a mentir: también le cogí el gusto. Había algo en ese caos controlado que empezaba a resultarme familiar, incluso cómodo. Y sí, ligaba bastante. No tenía que esforzarme demasiado. Bastaba con estar ahí, despierto, sin tambalearme, con las ideas más o menos en su sitio. En medio de tanta mirada perdida y lengua entumecida, ser el tipo que hablaba claro y no olía a vodka era casi un superpoder. Muchas chicas lo agradecían. Me escuchaban. Me sonreían. A veces, eso era todo lo que hacía falta. Al final, uno también encuentra sus motivos para volver.
noche 1
Apenas entramos, Nico se despegó de mi lado y, sin saludar a nadie ni mirar la pista, se fue directo al baño. Era lo suyo. Un ritual misterioso que nunca rompía, como si necesitara ese momento a solas con el lugar antes de empezar cualquier otra cosa.
Esa mañana no fue distinta a las anteriores. El mismo frío cortante, el mismo silencio artificial en las calles, y esa sensación de estar caminando hacia un lugar donde el tiempo funcionaba con otras reglas. Ya sabíamos a qué íbamos. Nico marcaba el ritmo, yo lo seguía con esa mezcla de resignación y curiosidad que te deja la costumbre. El club era uno de esos en los márgenes, perdido entre callejones y naves industriales. De los que ya habíamos visitado antes, pero que cada vez parecía reinventarse. Y aunque todo resultaba familiar, el portero, la vibración de la música desde la acera, ese olor ácido a mezcla de cuerpos y máquinas, Nico lo trataba como si fuera la primera vez. Siempre igual. Siempre diferente.
Apenas cruzamos la puerta, el portero nos lanzó una mirada que decía sin filtro: “¿Quién diablos entra sobrio a estas horas?”. Pero Nico… ah, Nico. Él caminaba como si cada baldosa hubiera sido puesta ahí para recibir sus pasos. Como si algún manual invisible de comportamiento afterero ya incluyera su nombre en la lista de imprescindibles. Lo miraban y, por algún motivo extraño, lo dejaban pasar.
Yo, en cambio, iba dos pasos atrás. Literal y emocionalmente. Con esa expresión a medio camino entre “esto va a ser una locura” y “por favor, que no acabe en urgencias”. Como el personaje secundario que intuye que algo importante está por suceder, pero no tiene ni idea de si saldrá vivo del acto tres.
noche 2
La segunda noche subió un peldaño. Saludó a los camareros por su nombre preguntó por la música, dejó propina. Pero no era solo eso, no. Se rió con uno de ellos, apuntando al ventilador que colgaba como adorno sin propósito, diciendo algo como: “Esto no mueve ni las malas decisiones”. Sutil. Cercano. Inofensivo.
La segunda noche, Nico volvió al after como si formara parte del inventario. Mismo jersey gris, mismo andar tranquilo, como quien pisa suelo conocido. En cuanto cruzó la puerta, su radar empezó a reconocer rostros: las chicas que hablaban en francés junto al ventilador roto, los dos tipos de mirada ansiosa que discutían sobre un tema de Aphex Twin, el camarero que ya lo saludaba con media sonrisa. Se acercó a ellos con dos copas en la mano, las dejó en la mesa sin preguntar y soltó, con esa naturalidad suya que desarma:
—Anoche dije que hoy sería mejor… y me gusta cumplir promesas pequeñas.
Sonrió, levantó su vaso y brindó con un murmullo:
—Por las repeticiones que no aburren.
Y cuando el hielo estaba roto, sacó del bolsillo interior una cajita de caramelos mentolados. La dejó en medio de la mesa. No dijo nada. Solo levantó una ceja. Uno del grupo entendió el guiño, abrió la caja y encontró, entre los dulces, dos microdosis envueltas en papel plateado. No hubo negociación. No hubo presión. Solo una frase suya al oído de uno de los chicos:
—No vendo. Solo comparto con los que ya saben disfrutar.
noche 3
Sí, incluso esa tercera noche, cuando ya no tenía que impresionar a nadie, Nico fue directo al baño. Como siempre. Con esa naturalidad suya, casi automática. Una rutina que parecía insignificante… hasta que entendí por qué lo hacía.
La tercera vez fue distinta, pero no por lo que hizo. Fue por lo que ya no necesitaba hacer. A esas alturas, su presencia había echado raíces. Ya no era un visitante. Era parte del ecosistema.
Entró como siempre, a la misma hora maldita en la que los cuerpos ya son espectros moviéndose por inercia y las miradas buscan algo, cualquier cosa, que prolongue la noche. Pero esta vez no fue él quien se acercó. Fue la gente.
Uno de los franceses del grupo de ayer se le acercó directo, sin rodeos: —¿Hoy también traes magia en esa cajita?
Otro, más nervioso, le ofreció dinero sin que Nico hubiera mencionado absolutamente nada. Un billete arrugado, palpitando entre dedos sudorosos. Nico no lo aceptó. Solo lo miró, ladeando la cabeza como un padre que ve a su hijo repetir el mismo error.
—¿Dinero? —dijo, casi riéndose—. creeo que puedes hacerlo mejor.
Y entonces, como quien bendice, sacó una sola pastilla. La puso sobre la barra, ni oculta ni evidente. Una ofrenda. Una trampa de elegancia.
No dijo nada más.
Pero el rumor se propagó como fuego en una pista de madera vieja: el del jersey gris tiene cosas buenas, pero no vende a cualquiera. Ese “no vende” se convirtió en el verdadero producto. La sensación de exclusividad. De estar dentro de algo que los demás no entendían.
Esa noche, Nico no caminaba por el after. Flotaba.
Y la gente, uno a uno, empezó a orbitar a su alrededor como si su presencia pudiera salvarlos del vacío que viene justo después del último tema de la noche.
Leer el mapa
Tardé en entenderlo. Al principio pensaba que lo hacía por nervios, por costumbre, por alguna rareza personal que no necesitaba explicación. Pero con el tiempo, cuando empecé a conectar los hilos, lo vi con claridad.
Entrar al baño era su forma de leer el lugar. Su método. Su termómetro.
Miraba hacia arriba como si los secretos del universo estuvieran escritos ahí. Raspones, grietas, manchas, pintura recién aplicada… todo era información. Si veías restos o arañazos, significaba que alguien había estado cortando droga con yeso o cualquier otra maravilla del menú subterráneo. Si el techo estaba pintado, aún mejor: las líneas blancas sobresalían como huellas de esquí en la nieve.
Para él, esos techos eran gráficos invisibles. Indicadores de escasez, de movimiento, de oportunidades flotando. Mientras los demás buscaban el beat perfecto, Nico ya había leído el mercado.
Una noche, mucho después de que todo eso quedó atrás, estábamos en un bar. Cervezas, humo, esa sensación de que el mundo ya no te exige tanto. Y entre risas y anécdotas, le pregunté, medio en broma, por qué tenía esa obsesión con los baños. No dudó. Me miró con esa media sonrisa suya y dijo:
—Porque ahí está el mapa. Nadie lo ve, pero ahí está todo. ¿Dónde hay escasez? ¿Dónde hay ansiedad? ¿Dónde falta algo? Las paredes te lo gritan si sabes escucharlas.
Y luego, como si no fuera nada, le dio un trago a su cerveza y cambió de tema.
Pero esa frase me quedó grabada. Porque en el fondo, Nico nunca vendió pastillas. Vendía acceso. Sensación. Deseo. Lo hacía sin necesidad, sin perseguir a nadie, sin mostrar urgencia. Y eso, en ventas, es más que técnica: es instinto. Es estilo.
Hay gente que pone carteles y hace ruido. Y hay quien entra, observa, se calla… y cuando habla, todos quieren escuchar. Hay quien empuja, y hay quien atrae. Y luego están los que saben leer el mapa y encontrar oro entre la ruina.
Nico era de esos.
Y si todo esto fue cierto o no, eso ya da igual. Lo importante es que, en algún lugar, hay un tipo como Nico, entrando a un baño mientras la ciudad bosteza de resaca… y viendo cosas que nadie más es capaz de ver.
Que tengáis un estupendo día.
— Hokusey