
Planteate esto
¿Y si no fueras más que una buena historia que aprendiste a contar de ti mismo? Una narrativa cómoda, vendible, con buenos giros dramáticos, filtros cálidos y finales abiertos. Una ficción con branding.
Porque sí, la identidad no es un templo sagrado. Es más bien un decorado de teatro que movemos según la escena, según la audiencia, según el día. Lo interesante no es solo que contemos diferentes versiones de nosotros mismos… es que las creemos. Y lo más irónico: esas versiones están basadas en un sistema de percepción que es ridículamente limitado.
No vemos rayos UV como las abejas. No olemos lo que detecta un perro. Y el cerebro, en su infinita eficiencia, selecciona solo una minidosis de la realidad para que no colapse el sistema operativo. Lo que queda fuera, simplemente no existe para ti. Y aun así, con ese fragmento, creas una historia de quién eres. Una que, por supuesto, refuerza lo que ya pensabas. Todo lo que no encaje se descarta. Llamémoslo sesgo cognitivo. O autoprotección. O puro narcisismo.
El yo como relato: necesario, pero tramposo
No, no es malo tener un relato. De hecho, en terapia se fomenta. Reescribir tu narrativa personal con tintes más amables puede ayudarte a adaptarte mejor, a no depender tanto de lo que piensen los demás, y a ser menos imbécil contigo mismo. El problema empieza cuando cualquier relato es válido solo porque tú lo firmaste. Cuando la historia se convierte en dogma y tú te crees el protagonista de un guion que nadie más está leyendo.
Recuerdo una noche en Berlín, uno de esos antros con luces más confusas que una ex volviendo a escribirte, donde conocí a un tipo que se hacía llamar “chamán urbano”. A saber que cojones era.
Me soltó, entre humo y gin tonics tibios: “Tú no eres tú. Eres las historias que cuentas sobre ti mismo.” Y aunque al principio sonó a frase para camiseta, llevaba veneno dentro. Porque en realidad, eso es exactamente lo que hacemos: repetimos nuestras versiones hasta que las damos por hechas. Hasta que no sabemos si somos reales o solo consistentes.
Narcisismo de alta gama
Tenemos la obsesión con ser únicos. La idea de que cada uno debe destacar, diferenciarse, ser especial hasta en lo insignificante. Vivimos en la Era de la Identidad Premium™, donde no basta con existir: hay que justificar constantemente por qué nuestra existencia es excepcional. El “yo” como obra de arte conceptual, como manifiesto andante que exige atención y validación.
No, no todo el mundo es narcisista. Pero cada vez es más fácil caer en la trampa. Cuando la individualidad se convierte en bandera, cualquier crítica se percibe como un ataque personal, cualquier disenso como una amenaza. Lo complejo se aplana, lo colectivo se disuelve, y los demás… bueno, los demás pasan de ser personas a convertirse en espectadores o, peor, obstáculos. Si no te celebran, sobran. Si no te reflejan, se eliminan.
El Yo Hipervitaminado: Cuando Todo Gira Alrededor de Ti (o eso parece)
Y como si no tuviéramos ya bastante con nuestras pequeñas ficciones personales, llega el mundo moderno y nos da gasolina para alimentar el ego hasta que reviente. Porque hoy, la ilusión de ser el centro del universo no es solo una idea… es un modelo de negocio.
¿Un ejemplo tonto pero ilustrativo? Tu nombre en una botella de refresco. Nada grita “eres especial” como ver tu apodo estampado entre burbujas de marketing y azúcar líquida. Las grandes marcas lo saben: si te hacen sentir único, les compras. Y si les compras, validan tu ilusión. Win-win. O eso parece.
Luego están los algoritmos, esos encantadores oráculos digitales que te recomiendan justo la serie que querías ver, el vídeo que te hace reír, la canción que te rompe. Da igual si lo llaman inteligencia artificial, aprendizaje profundo o brujería algorítmica: el efecto es el mismo. Todo parece diseñado a tu medida. Como si fueras el protagonista de un Truman Show 3.0, pero con mejor iluminación y sin sospechas… al menos de momento.
Y por último pero no menos inflado, el altar supremo del yo embellecido: las redes sociales. Ahí donde un desayuno pasa de tostada a obra de arte. Donde cada atardecer es una epifanía. Donde cualquier gesto cotidiano se presenta como si mereciera un Pulitzer. Compartimos, decoramos, difundimos… y esperamos likes como quien lanza una botella al mar esperando una respuesta divina. Spoiler: mira menos gente de la que crees. El único que siempre mira es el algoritmo.
Todo este ecosistema refuerza la idea de que somos el centro del relato. Que lo que sentimos, mostramos o deseamos importa más que el resto. Pero ese espejismo tiene un precio: nos cuesta entender que hay otros protagonistas, otras historias, otros mundos igual de legítimos que el nuestro. Vivimos pegados a la lente frontal del móvil, pero incapaces de enfocar hacia afuera.
Y así, mientras el mundo gira con millones de vidas cruzándose, seguimos pidiendo que nos enfoquen la luz justo en el mejor ángulo. Porque sí, estamos atrapados en un monólogo… cuando la vida siempre fue una conversación.
El Precio de Ser el Centro: Narcisismo y Desresponsabilización
Y aquí es donde el juego se vuelve más peligroso. Donde la identidad deja de ser una búsqueda y se convierte en una trinchera. Porque cuando todo gira en torno al yo, asumir responsabilidad se convierte en un inconveniente. Una molestia. Un fastidio.
El narcisismo no es solo egolatría de espejo. Es rechazo. Rechazo a todo lo que no encaja en la narrativa que te has montado. Y si algo encaja, lo ajustas, lo moldeas, lo fuerzas hasta que se adapte. ¿Acciones reales que respalden lo que dices ser? Bah. Mucho más fácil tatuarse una frase en latín o compartir un manifiesto en Instagram que vivir según esos valores.
La identidad, entonces, se apoya en símbolos vacíos: la camiseta con eslogan revolucionario, el filtro que simula profundidad emocional, la postura política reducida a un par de hashtags. Pero claro, cuando la realidad llega (siempre llega) y no te trata como protagonista absoluto, ese andamiaje se tambalea. Lo que sigue es una mezcla venenosa de vergüenza y rabia. Y adivina a quién se le echa la culpa: al mundo, a los demás, a “la sociedad”.
Incluso la historia ajena se utiliza de manera caprichosa. Un ejemplo evidente es el uso distorsionado del pensamiento de Friedrich Nietzsche. Conceptos como el “superhombre” o la frase “Dios ha muerto” se han descontextualizado para justificar desde visiones individualistas extremas hasta ideologías autoritarias, ignorando por completo las sutilezas, advertencias y contradicciones presentes en su obra. En lugar de comprender su filosofía en profundidad, se toman atajos interpretativos para sostener una narrativa conveniente. Así, el detalle y la verdad pasan a segundo plano; lo importante es reafirmar una imagen que fortalezca el discurso propio, aunque para ello se traicione el espíritu del pensamiento original.
Epílogo: Hacer Las Paces Con El Espejo
Esto no significa que debamos renunciar a construir una identidad, ni que Internet sea el enemigo. Significa que, en el proceso de contarnos historias, debemos prestar atención a la realidad de los demás y reconocer que existen otras “películas” con sus propias tramas y protagonistas. Necesitamos equilibrar nuestra búsqueda de aprobación con la responsabilidad y la empatía, entendiendo que la dignidad de otro no es solo un recurso para nuestro propio lucimiento.
En definitiva, la clave radica en reconciliar lo que somos y lo que proyectamos con el hecho de que todo relato personal, por sólido que parezca, siempre será parcial, incompleto. Aceptar esta verdad nos permite ser más humildes ante nuestras limitaciones, más conscientes del valor de quienes nos rodean y, quizá, un poco menos dependientes de ese “personaje” que a veces nos sentimos obligados a interpretar. De ese modo, podremos construir una narrativa más auténtica y resiliente, capaz de reconocer la importancia de los demás sin perder de vista la responsabilidad de cada uno en la historia común.
Vivid vuestra película, pero no olvidéis que no sois los únicos en cartelera.
Que tengáis un día de esos que no necesitan filtro.
— Hokusey